Si el Olimpo es
el monte sagrado, y representa con su verticalismo hacia lo celeste el sentido
de la trascendencia. Si es morada de dioses y musas. Si en sus cumbres -ocultas
a los ojos de los humanos- se une el cielo con la tierra. Y si de sus extremos
parte la línea vertical que atraviesa el inmenso cosmos. Si es un lugar
deseado. Si es centro de reuniones festivas y decisivas, también. Si, en fin,
es el sitio idóneo para dar rienda suelta a la imaginación y a la
creatividad... No por ello iba a constituirse en lugar único de estancia de
musas, héroes y deidades. Por otra parte, si existía una línea divisoria entre
el cielo y la tierra, situada en las alturas, también habría que trazar las
fronteras del mundo por abajo. De esta forma, se crea un cosmos perfectamente
estructurado en el que los hombres de la antigüedad clásica hallan la necesaria
variedad y diversidad de vida y hechos. De este modo, nacerán los lugares subterráneos
y de perdición, aquí serán desterrados quienes se han enfrentado a los dioses
del Olimpo. Estos siniestros lugares se hallaban situados bajo la mansión de
los llamados bienaventurados, pues habían salvado sus almas de las graves penas
que les hubieran esperado en el Hades. La mansión que acogía a los buenos,
después de su muerte, se llamaba "Los Campos Elíseos". Su extensión
era enorme y su terreno estaba formado por verdes prados y por árboles de hoja
perenne. Se cultivaba toda clase de frutos en sus fértiles huertos y corría la
suave brisa de un viento que Céfiro -la personificación del viento benigno del
oeste- enviaba con profusión. Sólo el murmullo de los arroyos serenos y
apacibles, y el canto de los pájaros de variados colores, se escuchaba. Todo,
en "Los Campos Elíseos", era armonía y calma. Nada, ni nadie, turbaba
el merecido descanso de los bienaventurados. En suma, se trataba de un lugar
paradisiaco, en el que no tenían sitio ni la vejez, ni la muerte, ni el dolor,
ni la ruindad, ni el odio, ni la envidia... Bajo "Los Campos Elíseos"
se hallaban las moradas subterráneas y las tierras oscuras y abisales de la
noche: los "infiernos" o el "Tártaro". Al
"Tártaro" eran precipitadas las deidades que desobedecían las órdenes
y los mandatos del poderoso Zeus. Su profundidad era tal que, según explica
Hesíodo en su obra "Teogonía", un yunque de bronce que arrojáramos
desde la tierra tardaría nueve días y nueve noches en entrar en el
"Tártaro".
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